El país cuna de los derechos humanos vive un tiempo impensado. Los franceses concurren a las urnas hoy con la sensación sobre sus espaldas de que la democracia que comenzaron a construir hace más de siglos no implica soberanía, que el votar es una instancia de participación periódica en un sistema donde cada vez menos cosas se definen por esta vía.
La crisis económica europea es, en realidad, una crisis de modelo, que se extiende y atraviesa directamente lo social, lo político, lo cultural y todas las otras facetas de manifestación humana. Desde que hace 60 años, Alemania y Francia impulsaron los acuerdos por el carbón y el acero, que el viejo continente no sufría una modificación de raíz de su esencia y el funcionamiento de sus instituciones.
Islandia, Irlanda, Grecia, Portugal, España, Italia y varias otras se acercan, a paso acelerado, a ser democracias de segundo orden, controladas por las entidades supranacionales de la Unión Europea, a cuyas administraciones locales coyunturales les impondrán condiciones, planes de gestión y lineamientos operativos. La caída de Gobiernos (como el griego o el italiano), entonces, se han transformado en simples cambios de gerentes que dependen de una oficina central. Y lo mismo en la elección de un Presidente de signo contrario al que venía, como los casos español o portugués.
Frente a este escenario de soberanías menguadas, el elector francés expresó su descontento, y obligó a los candidatos a cambiar su discurso. Oír a Nicolas Sarkozy poniendo condiciones a los alemanes luego de haber sido públicamente avalado por Ángela Merkel obliga a pellizcarse. Enfrente, François Hollande (el menos socialista de los dirigentes socialistas) también se distancia de Europa, como si tuviese real autonomía. De allí que los discursos más radicalizados por derecha y por izquierda ganen terreno, aunque sin desplazar a las grandes estructuras partidarias. Pero el mayor crecimiento del descontento es por fuera de la política: ayer se calculaba de que hasta el 30% del electorado pensaba no ir a votar. El ausentismo se transformaría así en el grito de rebeldía.